15 de mayo de 2008



Manuel Casademunt se encontró con una historia de aquellas que no se pueden dejar escapar sin querer, mirando la vida pasar, como todos los dias, sobretodo en Otoño. En Otoño los bosques alrededor de su casa eran más bellos, pintaban con el armonioso caer de las hojas un escenario perfecto donde no oír nada más que el sonido de lo muerto bajo sus pies. Muerte de tonos cálidos, finitud que le envolvía acojedora entre los matices del fuego. Cada mañana recorría un camino distinto, de su puerta al buzón, del buzón a la entrada. Una casa en la frontera de la montaña y la costa catalana, l’Empordà. Allí nació, allí estaba para acabarse. Le había pasado el tiempo muy rápido, no el de juventud, sino el de viejo. En cuanto quiso emprender su largo viaje se dio cuenta que la decisión estaba tomada, ya solo le quedaba un lugar en el mundo, el lugar donde nacer y morir. Y Manuel, persona circular y metódica, disfrutaba cerrando los ciclos del mismo modo que habían empezado. 14 ciclos le separaban ya de su antigua vida, 14 años refujiado en la rosa de los vientos, la casa heredada por su família de generación en generación, y que con él terminaría. Él cerraba un ciclo largo y hermoso, y no por voluntad. Los Casademunt, família de espíritu comerciante y dispersa, no querían cargar con el gasto de una finca vieja y apartada de todo excepto del mar y el silencio. Manuel estaba hecho sobretodo de mar y de silencio, por eso se encontraba tan agusto en aquel lugar, viejo como él, donde las estaciones no eran meses veloces sino impresiones plásticas que se iban dando paso como en un vals, con saludo y cortesía. El Otoño era severo, le anunciaba un cercano invierno y el riesgo de permanecer en él, de no despertar del deshielo. Sus actividades eran pocas y repetidas pero entre sus preferidas se hallaba la tradición de los 14 kilometros andando hasta el mar, 14 de ida y 14 de vuelta, todas las semanas, ceremoniosamente.

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